Margarita : La Perla del Caribe Mar
La tarde se derretía en calor y humedad sobre Villacariño, la residencia estudiantil de Maracay. Era viernes, último día de clases del semestre en la Facultad de Agronomía de la UCV, y el ambiente olía a vacaciones. El cielo tenía ese tono espeso que precede a las tormentas, pero en el patio nadie se inmutaba. Allí, bajo la sombra de un viejo mamón, el ritual era sagrado: truco, risas y cervezas frías. La mesa era improvisada, las sillas desiguales y las cartas ya estaban gastadas. Pero nada de eso importaba. Los vasos medio llenos —o medio vacíos, según el ánimo— tintineaban al ritmo de chistes y anécdotas de prácticas rurales, apuntes, exámenes y madrugadas de estudio. Los ánimos, encendidos. Cada jugada se celebraba como un gol de final mundialista, con gritos que saltaban las paredes y provocaban carcajadas en los pasillos.
Villacariño: de izquierda a derecha: Abelardo “Lalo” Noriega, Luis Lanza (+), Ignacio “Nacho” Quijada, Luis “Abuelo” Cruz, Joel Carrasco, Saúl Hernández (+) y Armando “Margarito” González. (+)
—Bueno pues, vamos a ver si Luis aguanta el palo —dijo Abelardo, sonriendo de medio lado mientras se sentaba frente a su compadre Nacho.
—Échale bolas, Luis, que esta gente no perdona—le susurró Armando al oído, palmeándole el hombro para animarlo. Luis, apenas estaba aprendiendo a jugar, pero le sobraban ganas… y confianza.
Las cartas comenzaron a volar, y con ellas las frases típicas del juego:
—¡Truco, compae! —cantó Nacho, alzando una ceja como quien sabe que lleva algo bueno escondido.
—¡Quiero y retruco, compae! —respondió Armando sin pensarlo mucho, con esa valentía isleña que no se aprende, se nace con ella.
—¡Quiero y vale nueve! —soltó Abelardo, desafiando con tono burlón y la risa lista en la garganta.
Luis miraba sus cartas como si fueran jeroglíficos egipcios. Dudó un segundo, pero no dijo nada.
—¿Qué pasó, Luis? ¿Te comió la lengua el cangrejo? —le lanzó Abelardo, mientras reía con Nacho.
—Eh… paso —balbuceó Luis, sin saber que su silencio le costaba el juego.
Armando frunció el ceño, pero ya era tarde. Luis no había hecho su parte y la jugada se desmoronó como castillo de arena.
—¿Pero tú no tenías el siete de espada, ¿vale? —le dijo Armando, al final de la ronda.
—¡Sí! Pero no sabía si eso servía o si tenía que esperar el turno… —se excusó Luis, ya algo abochornado.
— Te tragaste la finta¡! —gritó Nacho, levantándose de la silla con los brazos en alto.
—¡Eso fue truco con ají dulce, compae! —remató Abelardo entre carcajadas.
La ronda terminó en derrota para Armando y Luis. La noche cayó con el bullicio de siempre, y aunque perdieron, Luis ya estaba atrapado. Algo en esa mezcla de cartas, risas, cervezas y voces isleñas le hizo prometerse que pronto seria el ganador.
—No te preocupes, —le dijo Nacho, con una sonrisa de esas que no guardan rencor—. Aquí lo importante no es ganar. Es saber perder… con gracia.
Y mientras barajaban de nuevo, Luis, ya sin vergüenza, gritó con voz clara y decidida:
—¡Truco, compae!
—Luis, vas a tener que aprender a jugar si quieres ir pa' Margarita con nosotros —bromeó Abelardo.
—¿Y si mejoro me llevan? —preguntó, entre bromas.
—Te llevamos igual. Ya empiezan las vacaciones y queremos que conozcas la Perla del Caribe Mar —dijo Abelardo, levantando el vaso como brindis.
—. Y te vamos a enseñar lo que es un buen pescado frito y una playa de verdad.
—¿Y eso es en serio? —preguntó Luis, curioso.
—Más que serio.—Vamos pa’ mi casa —añadió Armando—. Te reciben como rey: mi papá Juan José, y mi mamá, Ramonita, te van a consentir más que a mí.
Esa noche, entre jugadas y promesas, nació un viaje que sería inolvidable.
Cruzando el Mar Caribe – El viaje en ferry
Cuando por fin llegó el día de partir, la emoción era tan grande que ni el sol del mediodía logró amilanarlos. Salieron en un autobús rumbo a Puerto La Cruz, con los vidrios abajo, la brisa alborotando los pelos y la ilusión colgando de cada palabra.
Iban rumbo a Margarita… pero en realidad, iban rumbo a mucho más: a revivir la amistad, a construir recuerdos imborrables, a dejar que la vida —por una vez— se sintiera tan infinita como el mar que los esperaba.
El ferry partió desde Puerto La Cruz con el amanecer rompiendo tímidamente el cielo y deslizándose como un suspiro sobre el mar azul profundo. Los motores ronroneaban con fuerza, y el mar, quieto como un espejo, parecía respetar el momento. Luis se apoyó en la baranda del segundo nivel, asombrado del horizonte abierto y la brisa salada. El sol estaba inclemente, pero la emoción lo mantenía fresco.
—¿Primera vez que cruzas el mar? —le preguntó Armando.
—Segunda vez en ferry, … es como volar sobre el agua —respondió Luis.
El mar Caribe, en esa hora dorada, era un poema líquido. Delfines jugueteaban a un costado, como dando la bienvenida. El ferry llevaba gente con cajas de pescado, maletas de cartón amarradas con mecates, niños gritando, abuelas rezando con el rosario en la mano.
Abelardo se sentó junto a Luis, y mirando al horizonte le dijo:
—Eso que ves allá, ese perfil suave en el horizonte, es Margarita.
—Cada vez que cruzo este mar, me doy cuenta que no importa cuántos sitios uno conozca… llegar a Margarita es volver al alma.
Luis no supo qué responder. Solo sonrió, con los ojos brillando.
La Isla de Margarita, conocida como la Perla del Caribe Mar, es una de las principales islas de Venezuela y forma parte del estado Nueva Esparta, junto con las islas de Coche y Cubagua. Ubicada en el mar Caribe, al noreste del país, es un destino turístico por excelencia, reconocido por sus playas paradisíacas, su historia colonial y su vibrante cultura insular.
Corría el año 1971, y la Isla de Margarita aún conservaba ese aire de paraíso intacto, donde el tiempo parecía deslizarse con calma entre el rumor del mar y el cantar de los pescadores al amanecer. La isla era un mosaico de colores, sabores y costumbres, abrazada por el cálido mar Caribe y adornada con playas que parecían salidas de un sueño.
En ese rincón encantado del Caribe vivían Armando González, Ignacio Quijada y Abelardo Noriega, todos nacidos y criados en Margarita. Eran amigos de toda la vida, curtidos por el sol, el mar y los juegos de infancia entre redes de pesca y festivales populares.
Al llegar a Punta de Piedras los recibió la familia de Armando, con los brazos abiertos. Juan José y Ramonita, eran gente de alma noble y sonrisa fácil.
La casa de Juan José y Ramonita, los padres de Armando, era de dos pisos, color blanco encalado, y un patio lleno de plantas frutales. Desde la entrada, el olor a pescado fresco y arepas tostadas se mezclaba con el de las matas de mango. Ramonita abrazó a Luis como si lo conociera de toda la vida y le dijo: “Bienvenido a tu casa mijoo”.
—Aquí no hay forasteros, solo familia que todavía no sabíamos que teníamos —le dijo, con los ojos dulces.
Juan José lo palmoteó fuerte en la espalda y le ofreció un trago de ron. Luis entendió que estaba en el corazón de algo muy especial.
Luis quedó maravillado con la vida isleña. Cada mañana despertaba con el canto de los gallos y salía con los muchachos a recorrer los mercados de Pampatar o a observar los barcos en el puerto de Juan Griego, donde se mezclaban comerciantes, pescadores y turistas. Esta ciudad, junto con La Galera, no solo era importante por su historia y batallas libertarias, sino también por ser epicentros del comercio pesquero y artesanal.
En Margarita de 1971, las principales actividades económicas eran la pesca, el comercio, la producción artesanal de perlas y cerámicas, y el incipiente turismo, que empezaba a conquistar las playas con visitantes curiosos. Pero lo que más le llamó la atención a Luis fue la generosidad natural de los margariteños. Cuando los pescadores llegaban al final de la tarde con la faena del día —pargos, langostas, jureles, cazón— no era raro que compartieran parte de su pesca con los vecinos o algún forastero. “Así es aquí”, le decía Abelardo, con una sonrisa amplia, “cuando el mar te da, tú también das.”
Sentados bajo una mata de uva de playa, Luis y Abelardo compartieron silencio y brisa.
—¿Y ustedes siempre regalan parte de lo que pescan? —preguntó Luis.
—Claro, hermano. El mar es generoso, y uno no puede ser tacaño con lo que viene de Dios. Si a mí me fue bien, a mis vecinos también les debe ir —respondió Abelardo, con voz tranquila..
—Aquí no somos pichicatos, Luis. Aquí compartimos el pan, la pesca y la música. Y cuando toca duro, nadie se queda solo.
Luis miró el mar y sintió un nudo en la garganta. No era tristeza: era gratitud.
Descubriendo Margarita
Durante esa semana, Luis conoció los tesoros naturales de la isla en la compañía de sus amigos margariteños.
Entre las playas más queridas estaban Playa El Agua, con su brisa insistente y sus palmeras alborotadas; Playa Parguito, donde los jóvenes corrían con tablas de madera y risas saladas; Playa Caribe, de arenas blancas y mar azul profundo; y La Restinga, que no era solo playa, sino también misterio y maravilla natural. Allí, la Laguna de La Restinga, con sus manglares enredados como cuentos antiguos, ofrecía un paseo en bote inolvidable, y desde sus aguas tranquilas se divisaban dos colinas suaves y perfectas: Las Tetas de María Guevara.
Armando indico muy orgulloso: Estas formaciones tienen un gran valor ecológico se encuentran dentro de un área rica en biodiversidad, que incluye manglares, salinas y la laguna. La zona es hábitat de flamencos, tortugas, peces y una gran variedad de aves migratorias.
—¿Tienen alguna historia? —preguntó Luis.
—Abelardo respondió : Tienen todas. Son brújula de pescadores, símbolo de fertilidad, de fuerza femenina… y un secreto que la isla guarda con orgullo.
Abelardo, siempre con tono reflexivo, añadió:
—Es la isla misma hecha montaña. Madre, mujer, mapa del alma.
Luis miró esas montañas redondeadas, recortadas contra el cielo azul, y sintió que la tierra hablaba en su propio idioma.
Sancocho, reencuentros, fuego y sabor
Estábamos en Juan Griego y, como dictaba la costumbre, el día comenzó con sabor a mar y tradición. Muy temprano, antes de que el sol se adueñara del cielo, nos detuvimos en el modesto local de "Cucho Tapasol", un personaje tan pintoresco como querido en el pueblo. Allí, entre el chisporroteo del aceite caliente y el aroma embriagador del café recién colado, desayunamos unas empanadas de cazón hechas con las manos prodigiosas de la mujer margariteña. La masa dorada crujía con dulzura, mientras el pescado, sazonado con ají dulce y cebollín, se deshacía como si contara secretos de mar adentro.
Esa tarde, la playa fue el escenario de un reencuentro que bien pudo haber sido escrito por un bolerista con el corazón en la arena. No estaban solo Armando, Abelardo, Ignacio y Luis. Como convocados por una melodía antigua, comenzaron a llegar, uno tras otro, compañeros de estudio, paisanos, vecinos de la infancia y amigos de toda la vida. Cada abrazo era un capítulo abierto, cada sonrisa, una página vuelta con cariño.
—¡Dalmiro Guerra! —gritó Ignacio, levantándose para abrazarlo con fuerza—. Pensé que te habías mudado pa’ la luna, compadre.
—¡Y yo te di por perdido! Pero donde hay sancocho, hay Dalmiro —respondió, con su risa gruesa.
—¡Y esos que vienen atrás son Wicho Pacheco y José Luis “Chavaroco” —dijo Abelardo, soltando el dominó.
—Y aquí está Clemente Marcano, con su inseparable sombrero —agregó Armando, palmeando al recién llegado.
Un poco más tarde llego Franklin “Capitán” Agreda con unas empanadas de cazón uniéndose a la algarabía.
Luis, sentado bajo la sombra de un toldo improvisado con palmas, observaba con asombro y emoción cómo la amistad podía resistir la distancia, el tiempo y hasta el olvido.
El sancocho empezó a cobrar vida en una olla inmensa sobre piedras calientes. Cada quien traía algo: pargo, carite y corocoro, recién pescados en la madrugada, ocumo chino, ñame, cilantro, cebolla, aji dulce, topocho y ajo machacado. Un toque de leña de vera para darle sabor ahumado. Además del ron y la cerveza. Se organizaron con la naturalidad de quienes llevan generaciones cocinando a la orilla del mar.
El ambiente se volvió casi sagrado. El crepitar del fuego, las voces cruzadas, el tintinear de las cucharas y el vaivén tranquilo de las olas componían una sinfonía de lo cotidiano, de lo profundamente humano. Algunos contaban cuentos de aparecidos, otros cantaban a coro con el cuatro, y más de uno, con los ojos brillosos, simplemente miraba el horizonte, como quien agradece sin palabras.
Luis no paraba de sonreír. Nunca había sentido un calor humano tan puro. Le pareció que ese sancocho no era solo una comida: era un ritual de afectos, una olla de recuerdos compartidos.
—Luis —le dijo Abelardo, sirviéndole un plato humeante—, este sancocho lleva más que pescado y verduras… lleva historia, cariño, y lo más importante: gente que no se olvida.
Entre castillos, viento e historia
Al día siguiente, el grupo decidió hacer una pequeña excursión histórica. Subieron primero al imponente Castillo de Santa Rosa, en La Asunción. Desde sus almenas, se divisaba el verde ondulado de la isla, mezclado con el azul del cielo y el mar. Luis escuchaba, fascinado, cómo ese castillo había sido prisión de Luisa Cáceres de Arismendi, heroína de la independencia.
—Aquí lucharon mujeres y hombres que creían que esta tierra podía ser libre —comentó Ignacio, con solemnidad.
Más tarde, llegaron hasta el Castillo de San Carlos de Borromeo, en Pampatar. Este fuerte colonial parecía flotar en la historia. Las piedras hablaban de piratas, comerciantes, y soldados españoles.
Luis respiró hondo. Margarita no era solo playa y paisaje: era historia viva, memoria que seguía latiendo.
Fe en la Virgen del Valle
El domingo llegaron al templo donde descansaba la imagen de la Virgen del Valle, patrona del oriente venezolano y de todos los pescadores. La brisa agitaba las cintas de colores atadas a los portones. Gente sencilla, pescadores, ancianas, madres jóvenes con bebés en brazos… todos venían a agradecer.
La devoción era profunda y sincera. Los hombres llevaban flores, las mujeres encendían velas, y los niños cantaban mientras levantaban imágenes de la Virgen al cielo. La fe de aquella gente, sencilla pero intensa, hizo que Luis sintiera el verdadero significado de comunidad y pertenencia.
Luis se arrodilló al final del pasillo central, sin saber bien qué decir. Pero en el silencio, sintió algo: una ternura profunda, como si la isla misma lo abrazara.
—Ella nos cuida —le susurró Ignacio—. No es cuento. Cuando el mar se pone bravo, es a ella a quien llamamos.
Luis cerró los ojos y, por primera vez en años, sintió una paz que no venía de ningún pensamiento.
Espíritu, naturaleza y amistad
Ya en el ferry de regreso, con el corazón lleno, Luis se quedó callado largo rato. El vaivén del mar le recordaba el pulso de la isla. Entendió que había recibido mucho más que hospitalidad. Se llevaba una lección de vida.
Margarita le enseñó que la amistad verdadera es una forma de hogar, que la naturaleza, cuando se vive con respeto, se convierte en maestra, y que la fe, sin necesidad de palabras, puede habitar en la sonrisa de una madre, en un sancocho compartido o en la mirada para honrar a la Virgen del Valle.
Bajo ese cielo inmenso, Luis murmuró para sí:
—Volveré. No sé cuándo, pero volveré. Porque hay lugares que no son solo geografía… son parte de uno.
Margarita, memoria viva
Hoy, al recordar aquel viaje a Margarita, no pienso solo en las playas, ni en el sancocho bajo las estrellas, ni en las empanadas de cazón de Cucho Tapasol. Pienso en algo más hondo. En ese instante perfecto en que todo parecía posible, en que la vida aún no pesaba tanto y la risa era más fácil.
Éramos jóvenes, sí, pero sobre todo éramos libres. Libres de prisa, de miedo, de futuro. Íbamos con los bolsillos casi vacíos, pero el alma rebosante. Y sin saberlo, construimos algo eterno: un recuerdo compartido, un punto de encuentro que, aunque pasen los años y cada quien tome su rumbo, seguirá ahí, intacto, esperándonos en algún rincón del corazón.
Porque hay viajes que no terminan cuando se regresa. Hay viajes que se quedan, que nos acompañan silenciosos, como una canción vieja que de pronto suena y nos hace cerrar los ojos y sonreír. Margarita fue uno de esos. Y por eso, aunque la arena ya no se nos quede pegada en los pies, aunque el truco ahora se juegue menos y la cerveza se caliente más rápido, aún podemos volver. Basta cerrar los ojos, y allí estaremos otra vez… bajo el mismo sol, riendo como si el tiempo no existiera.
Luis Cruz
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