Un Viaje Inolvidable: De Jujuy a Santa Cruz de la Sierra
El Viaje Que Cambió Todo
Hay momentos en la vida que, sin advertirlo, marcan un antes y un después. No hacen falta grandes anuncios ni preparativos rimbombantes; basta una conversación sencilla, una decisión impulsiva, y de pronto uno se encuentra viajando no solo a otro lugar, sino también hacia un rincón desconocido del alma.
Así fue para Marcela y Martha. Dos jóvenes de dieciocho años, dos almas diferentes unidas por la amistad y el trabajo, que una tarde de 1985 en San Salvador de Jujuy decidieron cruzar fronteras no solo geográficas, sino también emocionales.
Lo que comenzó como un favor entre amigas —acompañar a Martha a reencontrarse con su madre en Santa Cruz de la Sierra— terminó siendo para ambas una experiencia que las transformaría para siempre.
Este relato es más que la crónica de un viaje largo y caluroso en micro y en tren; es una travesía de encuentros, aprendizajes y pequeñas grandes lecciones de vida.
Es la historia de cómo, con pocas monedas en el bolsillo pero con el corazón lleno de ganas, dos muchachas descubrieron la generosidad en los lugares más humildes, la fuerza de los lazos familiares, y la riqueza que esconden los gestos sencillos.
Porque a veces, los viajes más inolvidables no empiezan con un boleto de avión, sino con una frase sincera:
"—Acompáñame vos."
El Relato
Era 1985, y en las calles polvorientas de San Salvador de Jujuy el viento de la tarde traía olor a empanadas recién horneadas y a sueños de juventud. En el afamado restaurante de Cristóbal —ese tío bonachón y elegante, formado en la refinada París—, dos jóvenes compartían trabajo, ilusiones y ahora, un destino: Martha y Marcela.
Martha, tímida y de mirada dulce, llevaba más de tres años sin ver a su madre. Ella había cruzado la frontera hacia Argentina buscando mejores horizontes. Pero el viaje le parecía largo, solitario, y lleno de incertidumbres.
—No quiero ir sola —le confesó una tarde a Marcela, mientras secaban copas de cristal—. No es por miedo, es por no estar sola todo ese tiempo...
Marcela, siempre impulsiva y solidaria, no lo pensó dos veces.
—¡Vamos, Marta! ¡Te acompaño! ¿Qué son unas horas de viaje para ver a tu mamá?
Pidieron permiso en el restaurante, juntaron un poco de dinero y prepararon un bolso cada una, más lleno de esperanzas que de ropa.
El viaje hacia la frontera
Subieron a un viejo micro rumbo a Yacuiba, la frontera boliviana. El viaje fue largo, por caminos de ripio que levantaban nubes de polvo dorado. Marcela, apoyada en la ventanilla, admiraba los cerros rojizos y los cactus solitarios que se erguían como guardianes del camino.
—¿Te imaginas cómo será Santa Cruz? —preguntó soñadora.
—Yo sólo quiero abrazar a mi mamá —respondió Martha, con una ternura que llenaba el micro entero.
Al llegar a Yacuiba, el calor era casi sólido. Cambiaron sus últimos pesos argentinos a bolivianos y subieron al tren: un convoy de vagones marrones, descascarados, que exhalaba vapor como un dragón cansado. Era sencillo, duro, lleno de pasajeros que llevaban de todo: bolsas de maíz, gallinas atadas, niños somnolientos.
El tren bufó y comenzó su lento andar rumbo a Santa Cruz de la Sierra. Fueron horas interminables de sacudidas, calor, música de charangos de fondo y charlas espontáneas con desconocidos. El paisaje mutaba: campos verdes, palmares, pueblos diminutos de techos de tejas gastadas.
Marcela y Martha, con pocas provisiones —unos sándwiches envueltos en papel de diario—, compartían la emoción de la llegada.
—¿Sabías que en Santa Cruz todo está dividido en anillos? —comentaba Marcela, hojeando un panfleto turístico—. ¡Como si la ciudad fuera un gran árbol y estos anillos fueran sus raíces!
Martha sonreía, distraída, imaginando ya el abrazo de su madre.
El Reencuentro
Finalmente, Santa Cruz las recibió con su bullicio, su humedad densa y su luz desbordante. Se abrieron paso entre vendedores ambulantes, colectivos coloridos y motocicletas ruidosas, hasta llegar al humilde barrio donde vivía la familia de Martha.
La casa estaba apartada del centro, construida con amor y sencillez. Un gran patio de tierra los recibía, con hamacas paraguayas colgando entre los árboles y un plátano que ofrecía su sombra generosa. El baño, una letrina bien mantenida, estaba a un costado, rodeado de paredes de madera semejante a un sauna.
Cuando Martha vio a su madre, soltó el bolso y corrió a sus brazos. El abrazo fue largo, silencioso, lleno de lágrimas y sonrisas que el tiempo no había logrado borrar.
Marcela, discreta, miraba desde un rincón, sintiendo que estaba presenciando un momento sagrado.
—Gracias por traerla, hija —le dijo la madre a Marcela, apretándole las manos—. Que Dios te bendiga.
La noticia de la llegada de Martha se esparció rápido entre los familiares y vecinos del barrio. Aquella misma tarde, como si fuera algo natural, empezaron a llegar tíos, primos, amigos y hasta viejos conocidos, todos con sonrisas abiertas y brazos dispuestos a abrazar.
Se improvisó una pequeña fiesta en el patio, bajo las estrellas brillantes de Santa Cruz. Sobre largas mesas de madera, comenzaron a aparecer platos tradicionales: majadito de charque, salteñas jugosas, locro cruceño y empanadas de queso recién fritas. No faltaron tampoco grandes jarras de mocochinchi —una bebida fresca de duraznos secos— y el refrescante jugo de sandía.
La música alegre no tardó en llenar el aire: ritmos de taquiraris, chobenas y cuecas sonaban en un viejo parlante, mientras algunos vecinos improvisaban bailes con pañuelos y sonrisas.
Marcela, que había acompañado a Martha con la humildad de quien no espera nada a cambio, se vio rodeada de afecto.
Los familiares de Martha la abrazaban, le ofrecían un plato lleno, un vaso frío, una silla en la sombra. La invitaban a bailar, a reír, a comer. Le agradecían una y otra vez por haber hecho posible aquel reencuentro.
—¡Vos también sos de la familia ahora, hija! —le dijo un anciano tío entre risas, chocando su vaso con el de ella.
En cada mirada, en cada atención espontánea, Marcela sentía un calor distinto: el de la gratitud verdadera, el de la amistad desinteresada, el de una familia que, aunque no era la suya por sangre, la abrazaba como si siempre hubiera pertenecido allí.
Esa noche, Marcela entendió que el cariño, cuando es sincero, no necesita muchos años para echar raíces profundas.
La ciudad y su alma
Mientras Martha disfrutaba del calor de hogar, Marcela decidió conocer Santa Cruz. Caminó por sus calles llenas de vida, admiró los mercados rebosantes de frutas, telas y olores exóticos, y llegó a la Plaza 24 de septiembre, donde la gran Catedral Metropolitana Basílica Menor de San Lorenzo se alzaba como un guardián de la fe.
Entró despacio, cautivada por la belleza serena del templo: los arcos de ladrillo, los altares dorados, la luz que se filtraba por los vitrales. En el museo adyacente, una reliquia capturó su atención: una pequeña Biblia, de apenas unos centímetros, resguardada como un tesoro.
Aquella Biblia, diminuta y antigua, había acompañado a los primeros misioneros que evangelizaron aquellas tierras. Portarla era una muestra de coraje y fe: poder llevar la Palabra de Dios hasta los rincones más remotos, desafiando selvas, montañas y distancias imposibles.
Marcela se detuvo largo rato frente a esa pequeña joya espiritual, sintiendo que era testigo de algo más grande que ella misma.
Un regalo para el corazón
Con el poco dinero que le quedaba, Marcela recorrió el inmenso Mercado de los Siete Anillos. Allí, entre miles de puestos coloridos, encontró un par de pequeñas zapatillas bordadas, perfectas para sus sobrinitas gemelas, María Alejandra y María José.
—Son para ellas —pensó, conmovida—. Para que sepan que estuve lejos, pero nunca me olvidé de ellas.
Compró además unas cintas para el cabello y una bolsita de dulces locales, que guardó como quien guarda un pedacito de mundo.
El regreso: una aventura de verdad
Los días pasaron volando. Al momento de regresar, Martha confesó que no tenían dinero suficiente para volver en un tren común.
—Podemos volver en el furgón de carga —propuso, bajando la voz—. Es gratis... pero es duro.
Y así fue. Subieron a un vagón de madera, destinado a transportar bicicletas y sacos de mercancía, junto a una docena de personas más. No había asientos, sólo el piso de madera crujiente, un viento áspero y una promesa de frío extremo al pasar por los Salares.
De día, el calor era insoportable; de noche, la temperatura caía casi a cero. Una pequeña boliviana, generosa, compartió sus mantas. Se apiñaron: Marcela, Martha, la bolivianita, una joven pareja. Todos juntos, abrazados como podían, para no morir de frío.
La escena era conmovedora: entre risas nerviosas y temblores, compartían calor humano y fragmentos de sus vidas. Marcela, con su blusa de brillos, tiritaba, pero no dejaba de sonreír.
Cuando amaneció, parecían una sola gran familia improvisada. Bajaron del tren, caminaron varios kilómetros hasta la frontera, y tomaron el micro que las devolvería a Jujuy.
El Viaje que Vive en Mi Memoria
Hoy, tantos años después, a veces me detengo a pensar en aquel viaje improvisado, casi alocado, que emprendimos con Martha en 1985.
Cierro los ojos y puedo sentir aún el calor abrasador de Santa Cruz de la Sierra, o el aroma terroso del patio de su casa, donde las hamacas paraguayas se mecían perezosas bajo un plátano generoso. Puedo escuchar las ruedas del tren crujir sobre las vías, y la risa tímida de Martha al abrazar por fin a su madre.
Recuerdo el Mercado de los Siete Anillos, ese laberinto interminable de puestos y colores, donde con las pocas monedas que llevaba en el bolsillo compré unas zapatillitas para mis sobrinas. No era gran cosa, pero para mí era un pedazo de amor empaquetado entre tejidos coloridos.
Y no puedo olvidar la pequeña Biblia que vi en la Catedral: un libro diminuto, casi frágil, que sin embargo contenía un universo entero. Aquella Biblia me enseñó, sin palabras, que la fe y la esperanza caben en los lugares más pequeños, y que los grandes tesoros a veces no pesan más que una pluma.
El regreso, aquel viaje gratis en el furgón de madera, fue quizás la experiencia más dura y al mismo tiempo más hermosa. Allí, abrazadas con desconocidos para sobrevivir al frío, aprendí que no hay barreras entre las personas cuando el corazón está abierto.
Hoy sé que aquel viaje no fue solo un recorrido de kilómetros. Fue un viaje al interior de mí misma.
Aprendí que la verdadera riqueza está en la amistad sincera, en el valor de tender la mano, en el abrazo esperado, en la generosidad silenciosa.
A veces, las mejores aventuras no se planean. Simplemente ocurren. Y cuando ocurren, se quedan viviendo para siempre en algún rincón cálido de nuestra memoria.
Ese viaje a Santa Cruz... todavía sigue viajando conmigo.
"A veces, los viajes más importantes son aquellos que hacen crecer el alma."
Marcela Arepia y Luis Cruz
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