Un Encuentro en París

Era una tarde cálida de verano en París, 1984. El sol bañaba de oro las aguas del Sena y las campanas de Notre-Dame ponían banda sonora al paseo. Caminaba sin rumbo, dejándome llevar por el encanto de las calles adoquinadas del Barrio Latino, cuando la vi por primera vez.

Allí estaba, en una pequeña terraza de café, con una elegancia que parecía sacada de otro tiempo. Su vestido blanco reflejaba la luz del sol como si fuera de seda celestial, pero lo que realmente llamó mi atención fue la copa que sostenía. Alta, brillante, con un cristal que parecía diseñado para atrapar la luz.

Me acerqué como quien sigue un aroma irresistible. No tenía ni idea de lo que iba a decir, pero mis pies ya habían decidido por mí. Cuando finalmente hablé, mi voz salió con más temblor del esperado.

—¿Puedo acompañarte?

Ella levantó la mirada, y con una sonrisa que combinaba misterio y calidez, hizo un gesto que decía más que mil palabras.

—Soy Stella —dijo, como si su nombre bastara para llenar el espacio entre nosotros.

"Stella". Repetí el nombre en mi mente, saboreándolo como si ya supiera que lo recordaría para siempre. Había algo en ella que era puro magnetismo. Comenzamos a charlar, y su voz era ligera pero llena de historias. Me habló de su tierra natal, Bélgica, con orgullo, pero sin ostentación, como quien comparte un secreto bien guardado.

El tiempo se evaporó. La tarde dio paso a la noche, y las luces de París comenzaron a bailar en sus ojos. Cada palabra que decía tenía ese toque perfecto entre frescura y profundidad, como si hubiera ensayado toda la vida para ese momento.

Finalmente, no pude contener mi curiosidad y le pregunté:

—¿Cómo es que nunca había oído hablar de ti antes?

Ella rió suavemente, como quien sabe algo que tú apenas estás descubriendo.

—Luis, tal vez no estabas listo para conocerme, pero ahora que lo has hecho, estoy segura de que nunca me olvidarás.

Alzó su copa, haciéndome un brindis silencioso que era imposible rechazar. Imité su gesto, llevé mi copa a los labios, y en ese instante lo entendí.

El sabor era una revelación: limpio, refrescante, con ese equilibrio perfecto entre dulzura y amargor. Cada sorbo me contaba una historia, cada burbuja parecía bailar al ritmo de la ciudad.

Fue entonces cuando caí en la cuenta. Stella no era solo la mujer más fascinante que había conocido en mi vida. Stella era Stella Artois, la cerveza que acababa de descubrir. Y desde ese día, su nombre, su sabor y esa tarde mágica quedarían grabados para siempre en mi memoria


Comentarios

Entradas populares