El Secreto de la Feria

 El polvo danzaba en el aire iluminado por los rayos dorados del atardecer. Elena llevaba horas limpiando el ático de la vieja villa de su abuela en las afueras de Florencia, un rincón olvidado que olía a tiempo detenido. Subió allí sin más intención que deshacerse de trastos viejos, pero lo que encontró cambiaría su vida.

Entre cajas desgastadas y juguetes que alguna vez fueron queridos, un pequeño baúl de madera capturó su atención. Tenía una cerradura rota y la tapa tallada con flores. Lo abrió, y dentro reposaba una sola fotografía amarillenta, como un recuerdo que había esperado ser descubierto.

En la imagen, una joven sonreía frente a una feria, con un vestido de lunares que el viento levantaba con gracia. A su lado, un hombre de mirada traviesa y sombrero ladeado la abrazaba con naturalidad. Elena reconoció a la mujer al instante: era su abuela, mucho más joven de lo que jamás la había visto. Pero el hombre no era su abuelo. Un escalofrío recorrió su espalda.

—¿Quién eres tú? —murmuró Elena, acariciando el borde roto de la foto.

De pronto, sintió cómo el aire en la habitación se espesaba. El contorno de las paredes comenzó a ondularse, como si el mundo se disolviera frente a ella. Un zumbido suave, parecido al de un tiovivo girando, retumbó en su cabeza. Elena intentó soltar la fotografía, pero era imposible; sus dedos parecían pegados al papel.

Cerró los ojos. Y cuando los abrió, el ático había desaparecido.

La música alegre de un organillo la envolvió de inmediato. Elena se encontraba en medio de una feria antigua en las afueras de Florencia. A su alrededor, hombres y mujeres paseaban vestidos con ropas de los años 50. Los niños corrían con globos de colores, el olor a gelato y tierra húmeda llenándolo todo. Puestos de comida ofrecían castañas asadas y panforte, y las risas se mezclaban con el murmullo del río Arno en la distancia.

—No puede ser… —murmuró, confundida.

Era la misma feria de la fotografía. Caminó tambaleante, esquivando rostros desconocidos, hasta que los vio: su abuela, joven y radiante, y el hombre del sombrero ladeado. Estaban cerca del carrusel, riendo, ajenos a todo lo demás.

Elena se acercó, sintiéndose invisible. Podía escuchar sus voces, como si el tiempo la hubiera invitado a ser testigo.

—Dime que vendrás conmigo —decía el hombre, entregándole un pequeño ramo de margaritas.

—No debería… —respondía la joven abuela, con una sonrisa traviesa y las mejillas encendidas—. Mi familia no lo entendería.

El hombre tomó sus manos, con una mirada que desbordaba ternura y desesperación.

—Elena, el mundo es muy grande para quedarnos aquí. Te lo prometo: construiremos algo juntos.

Elena sintió que el corazón se le detenía. Era la voz de un hombre enamorado, y el nombre… su nombre.

—¿Mi abuela se llamaba Elena? —susurró para sí misma. Nunca lo había sabido.

La joven abuela bajó la mirada, apretando el ramo con fuerza.

—No puedo —dijo, con un hilo de voz.

El hombre pareció congelarse. Luego asintió, como si supiera que no había nada más que pudiera decir. El sonido de un tren lejano rompió el momento.

—No te olvidaré —susurró él, alejándose lentamente.

La joven abuela se quedó allí, sola, con el ramo de margaritas en las manos. Los ojos de Elena se llenaron de lágrimas.

El sonido del organillo comenzó a desvanecerse. La feria se fue disolviendo en el aire como polvo arrastrado por el viento. Elena sintió un tirón en el estómago y cerró los ojos.

Cuando los abrió, estaba de nuevo en el ático. La fotografía seguía en su mano, pero ahora había algo distinto: un pequeño pétalo de margarita, seco y amarillento, reposaba sobre su palma.

Aquella noche, Elena no pudo dormir. Sintió una mezcla de ternura y tristeza al pensar en su abuela, una mujer a la que creía conocer pero que había amado en silencio a un hombre que nunca fue parte de su historia oficial.

Antes de irse a la cama, bajó la fotografía a su habitación. La colocó en un marco, junto a su mesita de noche. Era un secreto que no podría contarle a nadie, pero que guardó como un tesoro.

—Prometiste que no la olvidarías —susurró al hombre desconocido en la foto—. Yo tampoco lo haré.

Esa noche soñó con la feria y con un amor que nunca murió, a pesar del tiempo.

Un mes después, Elena regresó al ático con el baúl en mente. Al revisar con más cuidado, encontró un diario pequeño, de tapas de cuero desgastadas, escondido en un doble fondo. Lo abrió con manos temblorosas.

Las últimas entradas confirmaban lo que ya sospechaba:

"Te amé más de lo que debí, más de lo que podía permitirme. El mundo nos exigió caminos distintos, y yo elegí quedarme donde creía que pertenecía. Pero en mi corazón, siempre está tu nombre, grabado con la fuerza de lo que nunca pudo ser. Tal vez el amor también es renunciar. Tal vez el amor verdadero nunca se olvida."

Elena cerró el diario, conmovida. Se sentó junto a la ventana, contemplando las colinas de la Toscana iluminadas por el cielo del atardecer.

—No te olvidaré, abuela —susurró—. Tampoco lo olvidaré a él.

Guardó el diario junto a la fotografía. Para Elena, ese baúl ya no era un cofre de cosas viejas, sino el santuario de un amor que, aunque perdido en el tiempo, había encontrado un modo de vivir para siempre.

La historia de su abuela reveló a Elena que la vida está hecha de decisiones, y que cada una de ellas define no solo el futuro, sino también los recuerdos que dejamos. Entendió que el amor, en cualquiera de sus formas, trasciende el tiempo y las circunstancias. Aprendió que incluso las historias incompletas tienen su propio valor, porque nos enseñan a vivir con valentía, a recordar con gratitud y a honrar el pasado como parte de lo que somos.

Luis Cruz

 

 

 

 

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